La ceja

Neer sacudió la cabeza.

—No me lo creo —dijo.

—Que sí —dijo Leb—, que te digo que le vi levantar una ceja.

—Imposible —respondió el otro niño, mientras cruzaba los brazos y negaba con la cabeza. Era demasiado increíble. Y Leb ya le había engañado otras veces. Se lo había dicho su madre, no me gusta ese Leb, tiene demasiada imaginación y tú eres demasiado crédulo—. Eres un mentiroso y eso es una mentira cochina. El Hieratos no hace esas cosas.

Leb comenzaba a enfadarse. No, si al final todo el mundo tendría razón cuando le contaba la historia del pastor mentiroso y el lobo. Pero esta vez no estaba adornando la verdad para hacerla más interesante. En serio.

—Es verdad —dijo mientras tiraba de la mano de su amigo—, te digo que le vi levantar una ceja.

—¿Cuál? —preguntó Neer, siempre detallista.

—¿Qué?

—Qué ceja.

—Ah, no sé, creo que la derecha.

Neer sonrió triunfante. Ya le tenía. Es fácil pillar a los mentirosos, a los mentirosos y a los cojos. Les pierden los detalles. A los mentirosos, digo, no a los cojos.

—¿Ves como era mentira? —dijo, casi gritando—. Si yo viera al Hieratos levantar una ceja, no se me olvidaría cual fue.

—Si tú vieras al Hieratos levantar cualquier cosa te cagarías de miedo y no te daría tiempo a ver nada más —dijo Leb muy ofendido. No le gustaba que se dudase así de su sinceridad. Especialmente la vez que no mentía.

Leb se sentó en una piedra, al lado del arroyo, y miró a su amigo, serio y en silencio. Aquello era algo demasiado grande y necesitaba contárselo a alguien. Neer se sentó a su lado y Leb le explicó, otra vez, sólo que más despacio —como si así fuese más creíble— lo que había pasado.

—Yo volvía del río y entonces Oby se escapó. Creo que olió un ratón o algún bicho y se puso a perseguirlo. Entonces se metió en la Gruta y, entonces, como no salía, fui a por él.

—¿En la Gruta? —le interrumpió Neer, pasmado—. ¿Entraste en la Gruta del Hieratos?

Después de decir esto, Neer se quedó unos segundos sin palabras de lo asombrado que estaba. El Hieratos era solemnidad, majestad y grandeza. Uno no entraba a la Gruta, Neer no conocía a nadie que lo hubiera hecho. A continuación sentenció:

—Tus padres y tu madre te van a matar.

—Ellos no se va a enterar —dijo Leb, logrando que sonase a ruego y a amenaza al mismo tiempo. Sólo tenía tres años, pero podía ser muy persuasivo—. Y sólo entré una vez.

Neer no dijo nada. Ambos sabían muy bien que desobedecer una vez bastaba para que te dejaran el culo despellejado de los azotes. Pero lo curioso era que la Gruta del Hieratos era un lugar tan tabú que no existía ninguna prohibición explícita, nunca les habían dicho que no entraran porque ni a sus padres se les hubiera ocurrido entrar. Y por su parte, Leb pensaba aprovechar todo lo posible ese tecnicismo si le descubrían.

—¿Cómo era? —dijo, por fin, Neer.

—Oscura —respondió el otro—. Y olía raro, como a hierbas quemadas. Y a humedad. Y no se veía nada.

Oby, el marmo, les interrumpió. Llegó con la lengua fuera y moviendo la cola. Traía algo repartido entre los dos hocicos. Un ratón.

—Que asco, Oby. Escupe —ordenó Leb—. ¡Vamos, escupe!

Oby soltó obediente lo que quedaba del roedor. Lo que faltaba no pudo ser recuperado porque ya iba camino de los estómagos del marmo. Luego se levantó sobre sus patas, presumiendo del último truco aprendido.

—Buen chico, Oby.

—Leb —dijo Neer—. Todavía no me has dicho cómo fue.

Leb le sacó la lengua, pero siguió hablando.

—Yo estaba escondido detrás de unas piedras y entonces salió el Hieratos. Creo que no me vio.

El niño temblaba un poco al recordar. Nunca había estado tan cerca de Lo Sagrado desde su día de agua y no estaba seguro de que le gustase. El Hieratos pasó sin mirarle, tampoco le prestó mucha atención al marmo, pensaría que era uno sin domesticar, de los que poblaban los bosques.

El Hieratos era imponente, más de lo que pudiese expresar Leb. No eran necesarias las palabras, porque los dos niños le habían visto, desde lejos, muchas veces y no hacía falta explicar esa sensación de poder, de saber cosas que otros ignoraban, de autoridad. El Hieratos era más viejo que el tiempo. Su cara siempre estaba tan quieta que no parecía una cara sino una máscara. Si alguien se hubiera atrevido a lamerla, habría notado que su sabor era el del tiempo, las piedras y la edad. Nadie sabía si era hombre o mujer, en cada aldea había niños y niñas que eran llevados a Eusis Herish para ser educados y se sabía que algunos llegaban a convertirse en Hieratos, pero nunca volvían. Los Hieratos nunca eran de allí. Siempre eran extranjeros.

—Entonces el Hieratos salió a la boca de la gruta y dijo algo bajito…

—Estaría invocando —apuntó Neer—. O rezando.

—No sé —dijo Leb, que se rascaba la nariz. Hacer eso le ayudaba a pensar—. Yo creo que le hablaba a una cajita brillante y dorada que llevaba entre las manos.

—¿Una cajita?

—Sí, era pequeña y brillaba mucho cuando le daba la luz. Tenía grabados raros y le salía un palito largo, como una aguja de punto, de un lado —explicó el niño mientras le frotaba los hocicos al marmo, que se revolvía juguetón al tiempo que intentaba darle lametones—. Quita, Oby, que me llenas de babas.

—¿Y entonces…?

—Entonces Oby salió y se puso a dar vueltas alrededor del Hieratos, ya sabes, como cuando quiere jugar. Entonces se puso de pie y sacó las lenguas como le enseñamos —dijo Leb y sacó la suya para explicarse mejor. También dio un par de vueltas.

—¿Hizo eso? —dijo Neer, como si el marmo tuviera que sentir el mismo temor reverencial por el Hieratos que ellos o la gente de la aldea.

—El Hieratos le miró bailar y entonces… ¡Levantó la ceja! —dijo Leb, entusiasmado, como si él tampoco acabara de creérselo a pesar de haberlo visto con sus propios ojos—. ¡Entonces levantó una ceja!

—¿Cuál? —insistió el otro—. ¿La izquierda o la derecha?

—Jolín, Neer, mira que eres pesado.